FUNERALES MAMA GRANDE
Estuardo Zapeta
Mi
madre murió el miércoles por la mañana, muy temprano, “si vas a hacer algo,
hacelo temprano, así te queda tiempo para otros oficios . . .” nos aconsejaba
ella cuando niños. Hasta para morir hay que apurarse, decía.
Secundina
Zapeta López nació en El K´iche, en una aldea, La Estancia de la Virgen, muy
cerca de Santa Cruz, hace casi 92 años.
Indígena.
Analfabeta. Trabajó muchos años de sirvienta. Luego de cocinera en el Comedor
Infantil, obra de las Primeras Damas, y en otros fue comerciante y vendedora.
Excelente negociante, por cierto. Sus cuentas las hacía con granos a los que
asignaba un valor vigesimal. Siempre quiso estudiar como sus hermanos, pero “la
escuela no es para las mujeres”, le decía su mamá. “Las mujeres son para la
casa, para el oficio.”
De niño
me daba vergüenza que siquiera supieran que “Doña Cunda” no sabía leer ni
escribir, que su firma era una huella digital que imprimía frente a todos. Yo
quería que la tierra me tragara. Luego, aprehendí que esa era la realidad no
sólo de mi mamá, sino de miles mujeres indígenas como ella, y “me nació la
conciencia.” Me hice Antropólogo.
Tenía
yo unos cinco años cuando me llevó a la escuela Federal. Yo había hecho
berrinche para ir a estudiar. Me agarró de la mano, habló con la Seño Fidelina,
y le dijo, “el patojo quiere estudiar pero está muy chiquito, pero se lo dejo,
si no le hace caso péguele, Seño.” Nunca me pegaron. Siempre fui abanderado, un
orgullo que ella recordaba con una fotografía de cada desfile, feria o
Independencia su expectativa era “mi patojo lleva la bandera.”
“Nadie
te va a regalar nada, lo que querés vos lo tenés que hacer,” sentenciaba,
mientras despotricaba contra los “huevones” que hacían huelga o protestaban.
“Qué son esas plantas de gente que no busca oficio. Dios nos libre de los
cebones . . .”
Estas
líneas las escribo desde el Aeropuerto, mientras espero abordar el vuelo para
ir a enterrarla. Cuando gané la primer beca Fulbright ella me vino a dejar a
este lugar. Sacó de una bolsita de plástico 20 dólares, no sé cómo los
consiguió, y me los dio. “Que te sirvan para algo,” me dijo. Como hoy, ese día
con los 20 dólares en la mano lloré. “No le puedo fallar,” dije cuando
despegaba el avión hacia Iowa, de donde dos años y medio después me gradué de
periodista. Y desde entonces uso el Zapeta, mi segundo apellido, como la marca
que ella me impuso como hombre, como ciudadano, como hijo. “El nombre es lo más
grande que tenemos,” decía. “Si lo perdés, mi´jo, no importa qué ganés que ya
perdiste todo.”
El plan
con mi hermana María Elena era que mamá llegaría de Tucson a Guatemala el
jueves. Ya todo estaba listo para que viajara. Yo estaría aquí, en el
aeropuerto, para recogerla a ella y mi sobrino que la acompañaría.
Ese el
plan para el jueves. Murió miércoles muy temprano. Soy Zapeta por una mamá
grande . . . que ahora voy a enterrar. “Dios dio, Dios quitó, sea el nombre de
Dios siempre bendito.”
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